Cómo empezar si sé que no hubo principio,
que fue una mirada la causante de este bucle perfecto.
Si parece mentira que tenga que venir el valor
a estas horas
a explicarme eso de las palabras que me trago al notar que me miras
(tú ya sabes cómo);
a contarme que esto no es,
que me queda gritar
o yo qué sé qué más; locuras que no consigo inventar por miedo.
Que yo conozco qué se siente al querer,
y te prometo que esta vez no, no te hablaré de mariposas
ni de estómagos,
preferiré utilizar las palabras que no existen
para hacerte entender
lo que siento cada vez que nuestros ojos se besan.
No sabes la magia que creas cada vez que, involuntariamente,
no evito el mirarte
(y ya ves la contradicción
que supone)
y no sabemos hablar más allá de la sonrisa que creas,
que no hace más que rebotar entre tus labios y los míos.
La distancia, dicen.
La distancia la cuento en lágrimas cada vez que consigues que vuelva a casa con la sonrisa del que alcanza sus sueños
y el corazón roto del que se le rompen
entre las manos.
No sé si podrás entenderme.
Pero sí sé que a veces te mueres
tanto como yo
por compartir ilusiones,
o algo así me dice tu espalda las veces que es
el mejor mirador al mundo,
el mejor acantilado desde el que valdría la pena
saltar.
Ya sé que te has perdido,
no te preocupes.
Yo también lo hice en ese autobús y
créeme,
nunca volvió a entrar por mi ventana la luz
que logró que nos miráramos de esta forma
tan nuestra
y
tan de nadie.
Tal vez me he vuelto loca
pero siento que la vida es demasiado parecida a todo lo que creas
cuando no logras domar las mariposas
(o lo que sea)
que recorren el interior de lo que te atreviste a llamar
octava maravilla
sin pensar
que algún día
admitiríamos que solo somos
el reflejo
del uno
en las ganas
del otro.
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